TARDE DE FRÍO SOBRE EL PUENTE DE PIEDRA

   El sol acababa de desaparecer y sus rayos póstumos iluminaban las frías nubes entonadas a partir del rojo al amarillo limón, a ráfagas caprichosas, en el firmamento invernal.
   Aquí  y allá un caminante, dos, tres, un ciclista impertérrito  en su "maillot" tér-mico; todos, en pos del movimiento impulsado por el consejo médico o el ansia de ejercitar los músculos más o menos anquilosados.
   Por el recién adquirido puente medieval? para la peripatética vocación del común de los mortales en detrimento de los neumáticos, dos personajes caminan uno detrás  de otro, desafiando el intermitente impulso del viento ajenos cada cual a  las intenciones de cuantos compartían el espacio común.
   Es época de resfriados.
   Cada cual puede ahora caminar por donde quiera sobre el desigual firme del viejo puente, junto a las barandillas, en la minúscula acera o por la zona por donde hasta hace pocos meses rugían los motores de coches y furgonetas.
  De pronto, el impulso, ejercido por una boca, proyectó una porción líquida hacia su izquierda, en el preciso momento en el que quien iba detrás del poseedor de la boca proyectante, detuvo sus pasos, asustado, maravillado, estupefacto...
   -Qué cosas pasan -se despachó éste al pasar junto al del salivazo.
   -Es verdad, qué viento más intempestivo
   -No, señor, me refiero a las malas costumbres que tenemos de escupir en la vía pública...
   Cada cual siguió su camino en la fría tarde zamorana.  
   El simbólico pez de la leyenda de S. Atilano no se movió de su estructura férrea, pero me guiñó su único ojo y siguió masticando el anillo episcopal.
 Las luces de las farolas comenzaron a parpadear por doquier.