martes, 19 de abril de 2011

PINTAR LA FE - 2








AGRADECIMIENTOS
Manel Farré y Ramona Canela fueron, desde el primer momento,
la clave de toda esta obra, el medio por el que los caminos del
artista y de la obra se han hecho meta en la iglesia de Santa
Llùcia. Matrimonio amigo y hermanos en la misma fe desde vivencias
comunes en Barcelona, me presentaron al afán decorativo-litúrgico
de Mn. Jaume Armengol.
A todos ellos, así como a la Junta económica y al pueblo todo
de La Fuliola, mi agradecimiento, hecho realidad en el sentido
profundo y en la apariencia de estas pinturas que me dispongo a
analizar para cuantos quieran ver más allá de la corteza, lo que
hay debajo de la "mentira" de las imágenes, y puedan ir desde el
símbolo a la realidad trascendente.
A mi familia entera, comenzando por mi mujer y mis hijos, que
soportaron mis ausencias pictóricas y me acompañaron también
alguna vez físicamente, usando de la hospitalidad del párroco.
A las fotos magníficas de Jaume, mi heremano.
A la ayuda manual y técnica en la pintura del techo y el fondo
de la capilla del Santísimo por parte de mi otro hermano Ramón,
extraordinario escultor y buen profesor de futuros artistas en
L'Escola del Treball de Barcelona.
A Perentón, por sus fraternales noticias sobre el "acontecimiento"
pictórico de la Fuliola en "su" semanario.
A Llorenç i su hijo, recién licenciado en Bellas Artes, en las
mismas aulas por las que hace veinte años pasé yo mismo, tras la
idea de comenzar su tesis doctoral sin tema concreto aún y
considerando la posibilidad de que sea la obra de su tío un tema
apropiado.
A Maricarmen i Josep Mª, cercanos admiradores diarios de mi
primera pintura mural religiosa importante en la iglesia María
Auxiliadora de Sant Boi de Llobregat, de Barcelona.
Al apoyo moral aportado por todo el mundo conocido por mí
y de quienes, sin ser conocidos, han considerado positivista esta
obra.
EL ENTORNO PICTORICO
Cuando el Obispo de la Seu d'Urgell, Dr. Ramón Yglesias
Navarri, a principios de los años sesenta, ante la incapacidad
espacial del templo, y con motivo de la confirmación de los hijos
del pueblo, encomendó la ampliación de la iglesia de la Fuliola,
tal vez no pensó sólo en la remodelación de un espacio útil para
una finalidad eminentemente doctrinal y sacramental, de
mantenimiento; comenzaban a correr aires de renovación, en plena
efervescencia del Concilio Vaticano II; por algo había que
comenzar y el espacio fue en este caso lo primero.
No iba a resultar ser ésta la única remodelación, ya que los
siglos precedentes se comportaron de forma similar con la
fachada y el interior de la iglesia.
Esos cambios sufridos por el edificio de la iglesia son la
visualización de lo que ocurre en verdad en su interior y que se
plasma en su propio simbolismo: es un cuerpo que respira, crece,
vive porque dentro de él se gesta para la vida eterna.
Cada época ha dejado su impronta en lo que era, en un
principio una humilde capilla y luego una iglesia románica por los
cuatro costados.
Seguramente hoy, en pleno declinar del siglo XX, tras la
vivencia paulatina pero en efectiva profundización de la doctrina
del Vaticano II, no se hubieran acometido de igual forma los
trabajos que han supuesto la demolición de unos muros
centenarios, la venta de sus piedras para la parcial compra de
materiales más modernos con el fin de proporcionar mayor
amplitud al templo parroquial, sino que la metamorfosis hubiera
tenido lugar en su interior, cosa que en parte, también ha
ocurrido ahora, afortunadamente.
Se libraron del cambio, la fachada pétrea, con su puerta
renacentista-barroca, su torre cúbica y la pared sur, tan
románica, que no fueron demolidas...
No se imaginaba el buen obispo que en vez de aumentar el
número de fieles -lo que motivó la remodelación-, ivan a ser cada
vez menos los que a los actos religiosos acudirían en los años
posteriores.
El "refrito" arquitectónico se realizó - ciertamente
desaguisado es destruir parcialmente una iglesia para convertirla
en otra parecida, pero no ya con el sabor interno de lo que
fuera, testigo de épocas anteriores en lo artístico y en la fe
de las generaciones pretéritas- digo, pero al mismo tiempo no oso
calificar del todo erróneas las soluciones que los arquitectos
han adoptado para lograr tales efectos reformadores, porque han
servido también para "depurar" espúreos aditamentos que se habían
pegado a la piel de la verdadera liturgia y su entorno.
De todos modos, ­oh "felix culpa"!, ya que precisamente es la
doctrina emanada del Concilio la que en sus paredes se halla hoy
cubriendo las asepsia gris del cemento enmascarador y del rápido e
impersonal ladrillo, que pedían a gritos -oídos desde la fe y el
espíritu evangélico de quien nos propuso la obra pictórica- ser
vestidas con la fuerza transfiguradora de la pintura, de los
símbolos cristianos, de una auténtica catequesis visual, a lo
románico. (Continúa la historia de "la Fuliola").

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