El ratón relojero Cuento
para una noche sin sonidos.
Contado
a un hijo el 10-6-1994 y reescrito e ilustrado en 2013.
Jesús Masana
Un anciano relojero vivía, hace muchos años, en una ciudad de Suiza
rodeada de verdes montañas –que en invierno se volvían casi blancas por la
nieve-.
Fabricaba relojes que vendía a sus conciudadanos y a cuantos se
acercaban a su afamada tienda; pero algo ocurrió que le puso muy triste. Aquella Navidad iba a ser muy triste...
Sus relojes dejaban de funcionar al poco tiempo de ser construidos…
Reflexionaba el anciano en su mecedora, fumando su retorcida pipa de
abedul, mirando sus volutas de humo y, a
lo lejos, las nubes que coronaban las cumbres de los montes, tras los cristales
de la ventana cargados de gotas de vapor de agua.
En la chimenea chisporroteaban
secos troncos de abeto.
Un ronroneante gato negro de sedoso pelaje, acurrucado en sus piernas,
se dejaba acariciar por la mano del maestro.
La mirada expectante de éste se dirigió al cuco que asomó en aquel
instante por la ventanita del último reloj que acababa de colgar en la pared.
Eran las doce, del pico mecánico del cantor sólo brotaron tres breves sonidos.
-¡Cucu, cucu, cucu!
El relojero se levantó como un
resorte. El gato saltó al suelo, protestando por dejar la cómoda posición en la
que encontraba.
El anciano esperó, durante unos instantes, la continuación del
soniquete; fue en vano: sólo se oyó un breve chasquido que presagiaba una
avería total.
En la cara del felino se dibujó una media sonrisa y sus ojos brillaron
de satisfacción.
-¡Qué bien estoy sin escuchar el constante tictac de los relojes y los
chirridos de sus cucos! –pensó, acurrucándose en la falda del relojero, que se
había sentado otra vez en el sillón de cuero protegido por una manta de lana.
El repentino silencio de la habitación sólo era roto ahora por el crepitar de la leña del hogar.
-¡Si acabo de fabricarlo y funcionaba bien hace una hora!… –dijo en voz
alta el relojero.
Ninguno de sus relojes tenía vida ya; desde los más pequeños a los más
grandes, desde los de pajarito cantor, los de pulsera, con su carita redonda y
las manecillas en constante movimiento y los números quietos en su puesto,
hasta los de caja vertical y tan altos como una persona, con su péndulo y sus
pesas menguantes y crecientes, marcando el paso del tiempo con el son armonioso
de su carillón.
El gato bostezaba, ajeno a la tristeza del fabricante, cuando éste se
puso en pie; ello obligó a saltar de nuevo al suelo.
-¡Qué fastidio! –dijo con un maullido.
El relojero caminaba de un lado a otro repasando mentalmente cada uno de
los pasos seguido en la construcción del último reloj, mientras llenaba la
habitación con el humo de su cachimba;,
-¿Dónde está la causa de esta desgracia? ¡Todo ha estado correcto!
–repetía una y otra vez dándole vueltas
y más vueltas al asunto.
El
silencio reinaba en la casa, el taller y la tienda. Ya nadie se acercaba a
comprar los famosos relojes de Maese Clockwach.
Pero hete aquí que un día en que el viejo estaba más triste y abatido que
nunca por su situación, estando él en el
taller frente a uno de sus relojes abierto y despiezado frente a él, intentando
descubrir la causa de su mal funcionamiento, el sonido de una ruedecilla dentada que cayó
delante de sus antiparras le hizo levantar la vista de su trabajo.
Sobre
la estantería, sobre del lugar donde trabajaba, vio el hocico de un ratón
chiquito.
En aquel momento el peludo gato gordinflón entró en la habitación como
un huracán.
Con un salto extraordinario se colocó donde se hallaba el ratón, que
justo a tiempo se desplazó a través de la estantería hacia la puerta, que había
dejado entreabierta el felino. Éste lo persiguió; entre los dos dejaron limpio
de relojes y cachivaches su trayecto, haciéndolo caer todo al suelo.
El joven ratón salió a la fría calle por la gatera de la puerta,
afortunadamente abierta en aquel instante; el gato fue tras él intentando salir
también por el mismo sitio, pero el
mismo sitio, con tan mala suerte que, al cerrarse por sí sola la trampilla, se
estrelló contra la puerta.
-¡Miauuuu! –gritó, retorciéndose de dolor.
El viejo se había levantado de su silla de trabajo siguiendo con
admiración lo que estaba ocurriendo. Se asomó por la ventana y vio al intruso
ratoncillo esconderse en el jardín.
El gato todavía estaba maullando lastimeramente, como pidiendo auxilio a
su amo, restregando su lomo en sus piernas.
A la mañana siguiente, un día lluvioso y triste, estaba el anciano
contemplando el paisaje a través de la ventana, cuando dio un salto atrás al
aparecer, repentinamente, detrás de los cristales, el mismo ratón del día
anterior.
-¡Ábreme, que quiero decirte una cosa! –sonó una vocecita a través de
los húmedos y helados cristales.
El relojero se quitó las gafas; no podía dar crédito a lo que estaba
ocurriendo.
Miró hacia todos los lados y comprobó que el gato no estaba en la
habitación (se hallaba junto a la chimenea, desconsolado por su fallida caza y
magullado por el golpe del día anterior).
Abrió la ventana pausadamente lo justo para que pasara, por la rendija,
el pequeño ratón hablador.
-El gato que tienes no me deja entrar en tu casa y paso mucho frío en tu
jardín. Si me dejas vivir en tu casa, te ayudaré a construir tus relojes.
-¿Cómo lo vas a hacer?
-Creo que sé por qué no funcionan.
-Vamos a hacer una prueba. En esta habitación tienes cuatro relojes, dos
colgados de la pared y dos grandes, de pesas. Esta noche te voy a dejar entrar
y voy a confiar en ti
El ratoncillo, aterido de frío y satisfecho por cuanto escuchaba, se
frotó el hocico con sus manitas.
El relojero salió de la habitación, cerrando la puerta detrás de él.
Aquella noche el relojero soñó que el ratón se había convertido en un
joven ayudante que se afanaba en
reparar todos sus relojes.
Se levantó muy pronto; miró instintivamente el reloj que cada día le
despertaba, sobre su mesilla de noche, que no emitía ningún sonido.
El gato saltó de la cama donde estaba durmiendo a los pies de su amo
contrariado por la repentina madrugada.
Instintivamente siguió al impaciente relojero, que casi corría por el
pasillo que conducía a la sala de estar donde había dejado al ratón el día
anterior.
Los bigotes del felino captaron la presencia de un ratón.
-¡Miauuu, quiero comerme este bichoooo!
Cuando el viejo llegó a la puerta de la habitación donde se encontraba
el ratón, el gato había llegado ya antes que él y empujaba con todas sus
fuerzas.
-¡Fuera de aquí, Micifú! –dijo el relojero, empujando enérgicamente al
gato con el pie. Abrió la puerta y la
cerró con rapidez, evitando que el gato entrara con él.
Un conocido sonido acarició sus oídos: los cuatro relojes funcionaban
rítmicamente.
Triunfante, sentado en la cima de uno de los relojes estaba el ratón
sentado y sonriente.
-¡Gracias, ratoncillo! Te contrato como ayudante. Te voy a traer queso y
agua; te quedarás en la tienda para recuperar todos los relojes.
-¿Y el gato? Tengo miedo que me coma…
- Lo voy a encerrar en una caja hasta que acabes con tu faena.
El ratón cumplió su trabajo con un éxito total.
El gato no dejaba de quejarse en su cárcel de madera.
El viejo relojero estaba intrigado por la habilidad del ratón y le
preguntó cómo había conseguido arreglar sus maltrechos relojes.
El ratón, viendo que el viejo deseaba conocer su secreto, agradecido por
los cuidados que de él recibía, se decidió a comunicárselo.
-Mira esta pequeña caja –dijo el ratón abriéndola ante los expectantes ojos
del anciano.
Ante él tenía un manojo de finísimos hilillos.
-Son pelos de gato – le explicó el ratoncillo- he encontrado uno de
ellos en cada reloj.
-Son negros, de Micifú –dijo el relojero.
- Estaban colocados en el interior del mecanismo, entorpeciendo su
función. Tan finos son que tus viejas gafas no los descubrían cuando intentabas
arreglarlos.
-Ahora me explico el disgusto de Micifú cuando sonaban mis relojes…Y que
cada noche desaparecía de la habitación, cuando yo estaba dormido, para hacer
sus tropelías en el taller.
Ahora, en la casa de Maese Clockwach se pasea por doquier un pequeño
ratón.
Micifú está deambulando por las calles de la ciudad, buscando otro hogar
caliente.
El ratón gozó de la mejor Navidad de su vida. El anciano sonreía tras el humo de su retorcida pipa...
(Esperemos que el gato egoísta haya
aprendido la lección y no moleste ni haga lo que no es debido a quien le acoge
y quiere).
FIN
Me tenia intrigada y me ha sorprendido el final.Me ha gustado mucho.
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