Una del Oeste
(Una novela del Oeste un
poco animal)
Autor: Wenceslao Tingana z. H.
ASALTO A MANO ARMADA
John dormía el sueño reparador de la noche.
Por las calles del pueblo se arrastraba
algún que otro borracho.
Cinco jinetes se aproximaban a todo trapo:
cinco enmascarados.
Para ellos llamar la atención era lo
importante
como apoderarse del oro del Sr. Drack. Dispararon salvas al
aire. Algunas ventanas se abrieron. Por estas aparecieron algunos rostros soñolientos,
asustados o irritados. Pronto tuvieron que esconderse los que se habían asomado.
Algunas balas se incrustaron muy cerca de sus narices.
¡Ha llegado Douglas! gritó alguien.
Todos intentaron conciliar el sueño.
Todos se cubrieron la cara con las sábanas.
!Había llegado DOUGLAS!
Este no perdió mucho el tiempo que digamos.
Ya tenía en su poder el oro. Podían
marcharse. Así lo hicieron los ladrones haciendo resonar los cascos de sus
corceles y los cuellos de sus roncas pistolas.
El Sr. Drack, propietario y explotador de
las minas de oro del pueblo,
vivía solitario en su lujosa casa de madera. Aquella mañana descubrió que no encontraba el
oro limpio
de la recolección
de ganga del día anterior.
Se tiraba de los pelos.
Los obreros fueron llegando por entregas…
Lunes.
Se reunieron silenciosos
ante su patrón.
Éste echaba pimienta por los
ojos.
¡Esto no puede terminar más que con la
muerte de este incalificable
ladrón!
Iba a pronunciar el tremendo epíteto cuando apareció
Douglas, con sendas pistolas y escoltado por sus fervorosos ayudantes, con parecidos juguetes.
Avanzó seguro mirando al fatigado orador. Se tambaleó
cayendo de espaldas: ¡Qué susto!
Dos pistoleros quedaron afuera,
dominando a los
demás indefensos
trabajadores que se miraban atónitos, temblando de espanto y terror.
Poco tardó en aparecer el Sr
Darck admirablemente sonriente.
Imperó:
-¡Cada cual a su sitio!
Los obreros obedecieron como
autómatas. No salían de su asombro.
Los salteadores quedaron un momento hablando
amigablemente con el propietario.
Los que antes entraran en la
casa, salían ahora con un sospechoso fardo.
Pero, ¿dónde estaba Douglas?
Ninguno de los bandidos se hizo esta
pregunta.
¿Por qué?
Siempre afable, el Señor Drack, saludó con un
apretón de manos a los sospechosos individuos, que se alejaron de inmediato con
el misterioso fardo.
¿Qué había ocurrido?
Desde esta visita del famoso bandido, cosas
extrañas ocurrirían en la mina.
'
ASALTO A LA DILIGENGIA
En el horizonte, bullendo
claridades de sol, apareció la silueta de una diligencia tirada por cuatro
fuertes caballos.
El polvo de la estepa
nimbaba el trepidante conjunto.
Ya se oía el chirriar de los ejes y el potente galopar de los
caballos con el tintineo de cien cascabeles.
-¿Qué sucede?
-¡Abajo todos! ¡Las manos en alto!
Visita tenemos -dijo uno de los pasajeros
mientras se disponía a descender del carro.
Era: ¡El asalto!
Ante los asustados caballos dos
enmascarados dominaban la situación frontal: el cochero con las manos sobre la
cabeza, con los ojos llenos de espanto.
A ambos lados de la diligencia dos bandidos
más,
naturalmente irreconoscibes;
uno de ellos parecía el jefe.
Este se dirigió a los pasajeros de manera imperiosa:
-¡Rápido, entreguen el dinero!
Todos obedecieron.
Con lo
del mercado y
esto, tendremos
para unos cuantos días… ¿no te parece, Douglas? se despachó uno de los
ladrones delanteros al
jefe, mientras
éste recogía el dinero.
Uno de los pasajeros, John, frunció sus ojos
y los fijó en el que se
llamaba Douglas. Éste, después de tomar la última moheda del último pasajero, levantó
la vista y
la cruzó con la
de John sin adivinar gran cosa.
-No intente nadie una jugarreta aconsejó el
jefe de la cuadrilla a los desplumados pasajeros cuando estos hubieron subido a
la diligencia.
-¿Nos podemos marchar ya? -preguntó el
cochero.
La respuesta de los bandidos fue una
detonación: disparos al aire.
Otra vez el polvo alrededor del carruaje, los
trotes, el Sol en el horizonte; pero ahora,sin dinero.
John pensaba. John estaba sobre la pista.
Por fin llegaron al pueblo.
El paso de la diligencia era esperado como un
gran acontecimiento en el tórrido lugar del Oeste.
Muchos eran los curiosos pueblerinos que
aguardaban impacientes.
Saltó el cochero. Más con gestos que con palabras
puso a los concurrentes al tanto de todo lo ocurrido. Los peajeros descendieron
del vehículo.
Una especie
de mugido en crescendo lleno de desaprobación y despecho, acompañó la
explicación que daba el cochero refiriéndose al lamentable asalto.
Algunos decían:
Otra vez ese desgraciado Douglas.
Cuándo van a quitar de en medio a ese
ladrón.
-¿Quién se atreverá? -se preguntaban todos mirándose incrédulos a los ojos.
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