domingo, 4 de enero de 2015

UNA NOVELA DEL OESTE


Una del Oeste
(Una novela del Oeste un poco animal)

                         Autor: Wenceslao Tingana z. H.

ASALTO A MANO ARMADA

  John dormía el sueño reparador de la noche.
  Por las calles del pueblo se arrastraba
algún que otro borracho.
  Cinco jinetes se aproximaban a todo trapo:
cinco enmascarados.
  Para ellos llamar la atención era lo importante
como apoderarse del oro del Sr. Drack. Dispararon salvas al aire. Algunas ventanas se abrieron. Por  estas aparecieron algunos rostros soñolientos, asustados o irritados. Pronto tuvieron que esconderse los que se habían asomado. Algunas balas se incrustaron muy cerca de sus narices.
  ­¡Ha llegado Douglas!­ gritó alguien.
  Nadie se movió ya.

  Todos intentaron conciliar el sueño.
  Todos se cubrieron la cara con las sábanas.
  !Había llegado DOUGLAS!
  Este no perdió mucho el tiempo que digamos.
  Ya tenía en su poder el oro. Podían marcharse. Así lo hicieron los ladrones haciendo resonar los cascos de sus corceles y los cuellos de sus roncas pistolas.
  El Sr. Drack, propietario y explotador de
las minas de oro del pueblo, vivía solitario en su lujosa casa de madera.  Aquella mañana descubrió que no encontraba el oro limpio de la recolección de ganga del día anterior.
  Se tiraba de los pelos.
  Los obreros fueron llegando por entregas… Lunes.
Se reunieron silenciosos ante su patrón.
Éste echaba pimienta por los ojos.  
  ­¡Esto no puede terminar más que con la
muerte de este incalificable ladrón!
  Iba a pronunciar el tremendo epíteto cuando apareció Douglas, con sendas pistolas y escoltado por sus fervorosos ayudantes, con parecidos juguetes.
  Avanzó seguro mirando al fatigado orador. Se tambaleó cayendo de espaldas: ¡Qué susto!
Dos pistoleros quedaron afuera, dominando a los  
demás indefensos trabajadores que se miraban atónitos, temblando de espanto y  terror.
 Poco tardó en aparecer el Sr Darck admirablemente sonriente.
 Imperó:
 -­¡Cada cual a su sitio!
 Los obreros obedecieron como autómatas. No salían de su asombro.
Los salteadores quedaron un momento hablando amigablemente con el propietario.
 Los que antes entraran en la casa, salían ahora con un sospechoso fardo.
 Pero, ¿dónde estaba Douglas?
 Ninguno de los bandidos se hizo esta pregunta.
 ¿Por qué?
 Siempre afable, el Señor Drack, saludó con un apretón de manos a los sospechosos individuos, que se alejaron de inmediato con el misterioso fardo.
  ¿Qué había ocurrido?
 Desde esta visita del famoso bandido, cosas extrañas ocurrirían en la mina.
'

ASALTO A LA DILIGENGIA

  En el horizonte, bullendo claridades de sol, apareció la silueta de una diligencia tirada por cuatro fuertes caballos.
  El polvo de la estepa nimbaba el trepidante conjunto.
  Ya se oía el chirriar de los ejes y el potente galopar de los caballos con el tintineo de cien cascabeles.
    -¿Qué sucede?
­  -¡Abajo todos! ¡Las manos en alto!
  ­Visita tenemos -dijo uno de los pasajeros mientras se disponía a descender del carro.
  Era: ¡El asalto!
  Ante los asustados caballos dos enmascarados dominaban la situación frontal: el cochero con las manos sobre la cabeza, con los ojos llenos de espanto.
  A ambos lados de la diligencia dos bandidos más,  
naturalmente irreconoscibes; uno de ellos parecía el jefe.
  Este se dirigió a los pasajeros de  manera  imperiosa:  
  -­¡Rápido, entreguen el dinero!
  Todos obedecieron.
  ­Por hoy tenemos suficiente dijo el que parecía mandar a la vil compañía.
                    

                      
  ­Con lo del mercado y esto, tendremos para unos cuantos días… ¿no te parece, Douglas?­ se despachó uno de los ladrones delanteros al jefe, mientras éste recogía el dinero.
   Uno de los pasajeros, John, frunció sus ojos y los fijó en el que se llamaba Douglas. Éste, después de tomar la última moheda del último pasajero, levantó la vista y la cruzó con la de John sin adivinar gran cosa.
  ­-No intente nadie una jugarreta ­aconsejó el jefe de la cuadrilla a los desplumados pasajeros cuando estos hubieron subido a la diligencia.
  -¿Nos podemos marchar ya? -preguntó el cochero.
  La respuesta de los bandidos fue una detonación: disparos al aire.
  Otra vez el polvo alrededor del carruaje, los trotes, el Sol en el horizonte; pero ahora,sin dinero.
  John pensaba. John estaba sobre la pista.
  Por fin llegaron al pueblo.
  El paso de la diligencia era esperado como un gran acontecimiento en el tórrido lugar del Oeste.
  Muchos eran los curiosos pueblerinos que aguardaban impacientes.
  Saltó el cochero. Más con gestos que con palabras puso a los concurrentes al tanto de todo lo ocurrido. Los peajeros descendieron del vehículo.
  Una  especie de mugido en crescendo lleno de desaprobación y despecho, acompañó la explicación que daba el cochero refiriéndose al lamentable asalto.
  Algunos decían:
  ­Otra vez ese desgraciado Douglas.
  ­Cuándo van a quitar de en medio a ese ladrón.

  -¿Quién se atreverá? -se preguntaban todos mirándose incrédulos a los ojos.

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